Prólogo: Es mi noche para vivir
Gabriela salió de la tienda con
una bolsa llena de lápices de pintura corporal de color gris y algunos más
negros y blancos.
Llevaba esperando esa noche todo un
año. Más de una vez se había parado a pensar en lo extraño que era todo, pero rápidamente
se olvidaba a causa del enorme deseo que sentía de que aquello ocurriera.
Antes de doblar la esquina de su
calle, se bajó la falda remangada todo lo que pudo hasta casi llegarle a las
rodillas y se abrochó la blusa hasta el último botón.
—Buenas tardes, señor Gutiérrez
—saludó excesivamente cortés a su vecino, que la observaba al caminar desde
detrás de la cortina.
«Viejo salido de mierda», pensó.
Aún así, le gustaba. Sabía que, a pesar de la vestimenta puritana, con su
libido conseguía atraer las miradas de todo el mundo, incluso de alguna que
otra mujer.
—¡Hola mamá! —saludó desde la
puerta al entrar, asegurándose de que su falda no traspasaba los límites
permitidos por sus padres.
La madre de Gabriela salió
rápidamente de la cocina para evaluar a su hija. Un solo detalle fuera de lo
autorizado y tendría que guardar el disfraz de Halloween que venía de comprar
para la fiesta de esta noche.
Por suerte para Gabriela, todo
estaba bien.
—¿Qué traes? —preguntó su madre
acechando con la mirada a la bolsa.
—Sólo pinturas y unos pantalones
largos en color gris —. Lo sacó todo para enseñárselo y dejarla tranquila—.
¿Has buscado aquél jersey viejo de papá que me dijiste?
—Sí, lo he dejado encima de tu
cama. Mira, hija, ya sé que últimamente hemos sido muy estrictos contigo.
—Demasiado —dijo en tono
reprochador Gabriela.
Su madre respiró hondo.
Últimamente era muy fácil sacarla de quicio.
—Pero tu padre y yo hemos estado
hablando y esta noche te recogeremos de la fiesta algo más tarde de lo que en
principio te dijimos. Considéralo una oportunidad para volver a confiar en ti.
Gabriela sonrió, intentado que su
expresión fuera lo más dulce posible.
—Gracias mamá. Además, con este
disfraz cinco tallas más grandes que la mía, ¿quién se va a fijar en mí?
—Esa no es la cuestión, Gabriela.
No tabaco, no porros, no alcohol. Y de otras drogas creo que ni siquiera tengo
que advertirte, te considero lo suficientemente inteligente como para saber qué
elegir y qué no.
—Y, ¿qué hora es esa a la que me
recogeréis entonces? —quiso dejar pasar las palabras de su madre.
—A las dos. Papá estará
esperándote fuera en el coche justo a esa hora. No tardes más de cinco minutos
en salir, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá —contestó Gabriela
arrastrando las palabras.
«A las dos. Menuda putada, como
mucho podré tomar un par de copas. Cualquier otra cosa no daría tiempo a
pasarse el efecto.» Gabriela se estaba haciendo a la idea.
Subió a su habitación y cerró la
puerta cuidadosamente. A sus padres no les complacía que se encerrara sin saber
lo que estaba haciendo dentro, pero quitarle esa poca privacidad era excesivo.
Se arrodilló junto a la cama y
sacó la caja en la que tenía guardadas cincuenta y dos cartas que había estado
recibiendo de Osmar cada semana desde que lo había conocido hacía justo un año.
Cogió la que estaba más arriba, que la había recibido el lunes. Ya había
perdido la cuenta de cuántas veces había leído esa carta en seis días. Incluso
casi sabía de memoria cada palabra, pero prefería tocar el papel que él había
tocado, deleitarse con la maravillosa caligrafía que él tenía.
Querida Gabi,
No puedo creer que vaya a llegar el momento. El día uno en la madrugada
hará un año exacto que nos vimos por primera y única vez. Te prometo que a
partir de este uno de octubre nos veremos cada día que tú quieras, aunque yo
quisiera verte a todas horas. Me muero por ver tu preciosa cara, por abrazarte.
No te asustes si no puedo reprimir mis ganas de besarte. Si me lo permites,
estaré haciéndolo toda la noche.
Te prometo que no he cambiado nada, sigo siendo el mismo chiquillo que
apenas tiene barba aún. Sé cuánto te gusta eso. Tengo la sensación de que tú
también sigues teniendo la misma apariencia. Bueno, prácticamente en el momento
en el que nos encontremos, los dos tendremos la misma apariencia.
Ya he comprado mi disfraz. Creo que seremos la pareja más original de
todas. A nadie se le ocurre disfrazarse de gárgola en Halloween, la gente no
sabe que realmente son aterradoras. ¿Recuerdas aquella historia que te conté
sobre estos seres? A mí me fascina, ya lo sabes.
No quiero extender más la última carta que te escribo. Ya sabes dónde
hemos de encontrarnos y a qué hora, estoy seguro de que no lo has olvidado. No
me respondas, quiero echarte de menos hasta el instante en que te vea.
Osmar
Él tenía la manía de despedir
cada carta solamente con su nombre, pero eso no le molestaba en absoluto a
Gabriela.
Osmar no imaginaba las inmensas
ganas que Gabriela tenía de reencontrarlo, de abrazarlo, de besarlo, al igual
que él le contaba en esa carta. Dejaría que le contara aquella historia todas
las veces que él quisiera, tan sólo por hacerlo feliz. No podía esperar más.
Se metió en el baño y se dio una
larga ducha. Necesitaba estar perfecta. Se frotó bruscamente con la esponja,
hasta dejarse la piel roja, como queriendo eliminar cualquier bacteria de su
cuerpo.
Aún con el pelo mojado pegado a
su espalda, comenzó a pintarse con las pinturas grises, cubriendo su cara, su
cuello, su pecho, su barriga, sus manos, sus piernas. Se giraba sobre su
cintura para pintarse también por detrás. Cuando acabó de embozarse casi por
completo de gris, se dio algunos toques con una cera blanca y la difuminó para
dar la sensación de recibir luz en algunas partes de su cuerpo. A continuación,
con el negro, se delineó algunas partes de la cara.
Del fondo de la mochila, sacó el
que sería su verdadero disfraz: unos shorts negros de talle alto rasgados y un
fino sostén de encaje del mismo color.
Se lo puso. El pantalón apenas le
tapaba la parte baja de las nalgas. Encima, se vistió con el viejo jersey gris
de su padre y los pantalones anchos que se había comprado esa misma tarde.
En su cuarto se calzó unas
zapatillas. Se miró al espejo. Con aquella ropa enorme tenía una pinta
ridícula, estaba muy lejos de parecer una gárgola. Esperó sentada en la cama la
hora de irse, jugueteando con la carta de Osmar entre los dedos y fantaseando
sobre lo que podría ocurrir esa noche.
Sonaron unos ligeros golpes en su
puerta.
—¡Estoy lista! —Saltó
enérgicamente de la cama, cogió su pequeña mochila negra y abrió la puerta. Su
padre la esperaba al otro lado.
La miró de arriba abajó y sonrió
levemente.
—¿Vamos? —la invitó.
Ambos se dirigieron hacia el
coche.
—Cuidado, intenta no tocas los
asientos, no quiero que me los manches —le advirtió su padre.
Gabriela se montó cuidadosamente,
cerrando la puerta ayudándose de sus dedos índice y pulgar.
Fueron todo el camino en
silencio, escuchando la radio.
—Es aquí —anunció Gabi al llegar
al número dieciséis de la calle Virgen María.
Le dio un beso a su padre,
dejándole un rastro de pintura en la mejilla, y se bajó del coche. Eli, la
mejor amiga de Gabriela, saludaba desde la puerta a ambos, vestida de cenicienta
muerta.
—¿De qué vas vestida? —le
preguntó Eli escéptica—. ¿Vas como de…? No sé tía, no tengo ni idea.
—Ya lo sé, es muy cutre joder.
Cállate —. Gabriela le hizo un gesto con la cabeza en dirección al coche de su
padre. Ambas le despidieron con la mano sonriendo y esperaron que se fuera.
Cuando hubo desaparecido, Eli
sujetó la mochila de Gabi y ésta se quitó la ropa tapadera. La arrugueteó y la
escondió detrás de una maceta que había en la entrada. Volvió a colocarse su
mochila, sacando antes un par de cigarros para ambas.
—Ahora me gusta más tu disfraz,
aunque sigo sin saber de qué vas.
—De gárgola putón —dijo, al
tiempo que soltaba el humo de la primera calada—. ¿Tienes la bicicleta
preparada? —le recordó a Eli.
—Sí, está en la cochera. Cuando
llegue la hora recuérdamelo.
—Estoy muerta de hambre.
—Busca en la cocina, tiene que
haber algo que te guste.
Ambas se adentraron en la casa,
que era una penumbra tenuemente alumbrada por luces rojas y verdes.
Simulaciones de telarañas gigantes colgaban de todas partes, pero no había
ninguna decoración más típica de Halloween. Gabi giró la mirada hacia el salón,
que aún estaba semivacío, y en el centro había una calabaza bastante grande
vacía por dentro, pero no estaba decorada como las típicas calabazas de
Halloween.
—¿Para qué es eso? —le preguntó a
Eli.
—Dentro está el gran premio. Cada
persona suelta ahí su chuche para compartirla con todos. ¿No habrás olvidado la
tuya, verdad?
Gabi sujetó el cigarro con los
labios y rebuscó en su mochila. Sacó una bolsita de marihuana y se la dio a
Eli, que la lanzó al interior de la calabaza.
Se hizo un sándwich y se lo comió
muy deprisa. En ese tiempo, la casa se llenó de gente disfrazada y la música
subió de volumen. El ambiente se enterró en humo. De vez en cuando se escuchaba
un grito asustador seguido de gritos asustados.
Gabriela miró impaciente la hora
en su móvil. Aún faltaban dos horas para la cita, quizá se podía permitir el
lujo de fumar un porro.
Se dirigió al salón. Todo era muy
tétrico. Los chicos irreconocibles la saludaban y ella ni tan siquiera
intentaba mostrar una pizca de simpatía a cambio.
—¿Me lías uno? —preguntó a
alguien que estaba en ese instante sacando una bolsita de la calabaza. Éste
asintió y al cabo de un rato le tendió el porro a Gabi—. Gracias.
Se sentó en el sofá y lo
encendió. Empezó a fumarlo sin pensar en compartirlo. Un chico, que no se había
molestado en disfrazarse, le llevaba una bebida. Ella la aceptó.
—¿Qué es?
—¡Vaya! De nada —dijo el chico
irónicamente.
—¿Qué es? —repitió ella antes de
darle el primer trago.
—Ginebra.
—Bien. Gracias.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Gabi. ¿Por qué no vas
disfrazado?
—Halloween me parece una
tontería. Es una escusa más para montar una fiesta y tomar unas cuantas drogas
con unos desconocidos. Además, no es una fiesta nuestra.
—Bueno, al menos este fin de
semana se diferencia en algo del resto.
—¿A ti te gusta?
Gabi se paró a pensar en su respuesta.
El año anterior había acudido a una fiesta de Halloween totalmente diferente a
la que se encontraba en ese momento. Estaba todo auténticamente tematizado para
la fecha, había caramelos de todas clases y dulces con forma de fantasmas. Ella
y Eli se habían disfrazado de piratas zombis. No eran más que un par de niñas
de dieciséis años que habían acudido a una fiesta donde incluso había padres.
Volvieron a casa de Gabi relativamente temprano para dormir juntas, pero un par
de horas más tarde se escaparon para ir a otra fiesta, en la que Gabi conoció a
Osmar.
—No lo sé. Supongo que sí. Me
gusta tener una excusa para llevar poca ropa —bromeó. El chico rió y se acercó
un poco más a ella. Gabi se dio cuenta—. ¿Cómo te llamas tú?
—Pensaba que no me lo ibas a
preguntar nunca. Me llamo Carlos, encantado.
—Igualmente —dijo ella, y le
ofreció el porro, pero el chico no aceptó.
—Y tú… ¿eres amiga de Eli?
—Ajá —contestó desinteresada.
—¿Y cómo es que monta esta clase
de fiesta en su casa? ¿Sus padres están fuera o algo así?
—No tiene padres. Murieron hace
un año, justo en la noche de Halloween. Tuvieron un accidente. Eli no tiene
hermanos así que se quedó la casa para ella sola. Una tía suya es su tutora
legal pero sólo le suelta la pasta y se desentiende del tema. Yo creo que lo
lleva bastante bien—mintió. Ni ella misma creía cómo toda esa historia había
salido tan espontáneamente de su cabeza. Carlos puso los ojos como un búho y
Gabriela dio una fuerte carcajada al ver su expresión—. Menuda cara. Es
mentira. Sus padres están de viaje. Resulta que decidieron casarse un treinta y
uno de octubre, así que están celebrando su aniversario, y Eli tiene vía libre
para montar un festín de drogas.
—¿Es la primera fiesta que monta?
—preguntó, intentando disimular que se sentía avergonzado por haberse creído la
historia.
—Sí. Y yo creo que por el momento
va bien.
Ambos miraron el ambiente. Ya no
se veían huecos libres en el salón y no dejaban de entrar y salir manos de la
calabaza.
—Eso se va a vaciar pronto
—asumió Carlos.
—Sí, y parece que no te va a dar
tiempo a probarlo. ¿Seguro que no quieres?
Carlos la miró durante unos
segundos, dubitativo. Finalmente se lo quitó de las manos y le pegó las últimas
caladas. Ella sonrió. Se dio cuenta de que le gustaba aquel chico. Ya sentía
que la mente le volaba un poco.
—¿Quieres bailar? —le invitó
ella—. Me encanta bailar —dijo perfilando una sonrisa perfilada. Sus párpados
ya se pronunciaban entrecerrados.
Carlos se incorporó y la ayudó a
levantarse tirándole de la mano. Se aproximaron, se arrimaron más de la cuenta,
y comenzaron a bailar.
Al cabo de una hora y media, habían
bailado siete canciones, habían compartido un porro, tres cubatas y el chico
había acabado con su mano subiéndole por el muslo.
De repente, Eli apareció.
—Creo que deberías ir yéndote
—avisó a Gabi.
Carlos la miró con cara de
sorpresa y decepción a la vez. Estaba claro que aquel plantón no se lo
esperaba. Gabi lo miró y le sonrió exageradamente.
—Lo siento, no me acuesto con chicos que no me quieren, aunque
estén buenos —le dijo en modo de despedida.
Las chicas salieron corriendo
hacia la cochera. Gabi se montó en la bicicleta mientras Eli abría la puerta.
—Estoy deseando que vuelvas para
que me lo cuentes todo —le confesó.
—Van a ser dos horas fugaces.
Salió a la calle, antes de
empezar a pedalear hasta la otra punta de la ciudad, apoyó los pies en el suelo
y tomó aire. Se sentía mareada. Temía caerse en el camino. Cogió fuerzas y
empezó el trayecto.
Le llevó casi veinticinco minutos
llegar al destino.
—Callejón de las Espinas —leyó en
voz alta.
Aseguró la bicicleta con un
candado en una farola. Se sentía bastante más despejada.
Mientras esperaba, empezó a
sentirse demasiado intranquila. La barriga le comenzó a doler y además notaba
el frío entrándole por la piel. Los pocos minutos que tuvo que esperar se le
hicieron eternos.
Sacó un cigarro para relajarse.
Antes de ponérselo en los labios para encenderlo, una mano llegó desde atrás y
se lo quitó. No había oído a nadie llegar. Gabi se quedó helada y, al instante,
aliviada, comprendiendo que era él. Se dio la vuelta, y lo vio de cerca.
Ahí estaba, a cinco centímetros
de ella, con una sonrisa pícara semiescondida por un montón de pintura gris. Su
disfraz parecía bastante más real que el de ella.
Levantó el mechero y, tras varios
intentos, logró sacar la llama para que Osmar encendiera el cigarro. Le dio una
calada y se lo pasó a ella.
—Hola —dijo por fin Osmar.
Su voz hizo que a Gabriela le
temblara cada parte del cuerpo. Sonrió tímida.
—Hola —susurró.
—Eres la gárgola más hermosa que
he visto en mi vida.
—Teniendo en cuenta que no hay
ninguna gárgola bonita en el mundo… Escucha, no tengo mucho tiempo, a las dos
tengo que estar de vuelta. Bueno, un poco antes, no quiero cagarla otra vez con
mis padres. Ya sabes cómo están las cosas.
En sus cartas, Gabriela le había
contado cada detalle de su vida, desde el pasado hasta el presente. A esas
alturas, había pocas cosas que Osmar no supiera de ella.
—Es tiempo más que suficiente —le
dijo él convencido—. Todo lo que quiero es estar muy cerca de ti.
Le quitó el cigarro de la mano y
lo lanzó al suelo. Después la abrazó y ella le rodeó con sus brazos y apretó
tan fuerte como pudo. Respiró profundamente. Era el mejor olor que había
olfateado en su vida. Estaba frío, como las piedras, y eso le atrajo aún más.
Osmar aflojó los brazos y se
separó levemente de ella, tan sólo para inclinar su cabeza y cumplir su deseo.
Se besaron. Se besaron como si
fuera el primer beso de ambos, con tanto ímpetu como si estuvieran probando la
mejor comida del mundo, como si fuera la última cosa que iban a hacer en sus
vidas.
Gabriela estaba alucinada. No
sabía si era por la pintura, pero su boca ahora tenía un ligero sabor a sangre,
lo que la excitó aún más.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué no
hemos podido hacer esto antes? —quiso saber, pensando en la cantidad de besos
que se habían perdido.
—Al fin y al cabo, tú también lo
querías así —le persuadió él—. ¿O acaso te negaste a darme tu dirección cuando
te la pedí?
Gabi sabía que llevaba razón.
—Podría haberte dado mi número de
teléfono.
—Pero tú no querías realmente
hacer eso.
—La idea de las cartas me pareció
demasiado romántica —admitió.
—Y el esperar el reencuentro te
provocaba.
—Me volvía loca.
—Loca en dos sentidos —quiso
aclararle él, como si fuera sus pensamientos—. Loca de desesperación y loca de
amor.
—¿Por qué iba a volverme loca de
amor por ti sin verte?
—Es en lo que consiste
precisamente el amor.
Gabriela se ruborizó y se alegró
enormemente de que él no lo pudiera notar gracias a la pintura.
—Pero, ¿por qué esta noche?
—Simplemente, quería hacer de
Halloween una noche especial.
Gabriela pensó que era una escusa
estúpida, pero no le dio más vueltas al asunto.
—Cuéntame otra vez la historia
—le pidió, sin reconocer que se la sabía de memoria.
Sin pensarlo dos veces, él
comenzó.
—Todo el mundo se queda perplejo
cuando levanta la vista y observa la gárgola que preside la portada de la
iglesia. Es difícil reconocerla, es pequeña, pasa desapercibida y nadie sabe
por qué alguien decidió colocarla allí. Sólo ella misma conoce su historia,
ella, que lo puede observar todo, que cautiva a los que la miran, los cautiva
y, sin éstos saber por qué, los aterroriza. Dicen, juran que la gárgola
pestañea, mueve sus ojos de lado a lado y esboza una ligera sonrisa malévola.
Ella lo vigila todo desde allí arriba durante todo el año…
—Nunca me has contado quién la
colocó allí —le interrumpió Gabi.
—Hace ciento cincuenta años,
aproximadamente, esta iglesia se construyó por mandato de un cura que había
sido infiel a sus principios. El cura de lo que era entonces esta ciudad, nada
más que un pequeño pueblo, se había enamorado de su propia prima, no había
podido resistir a sus encantos. Entre miles de rezos y lamentos, le pidió a su
dios perdón y se excusó diciendo que sólo sería una vez. Así, en esa única vez,
la joven, que sólo tenía dieciséis años, se quedó embarazada de un hijo
prohibido. Ella, que no podía seguir mintiendo a sus padres, se lo confesó todo
y su padre, que ciertamente era el tío del cura, lo quiso matar. En un intento
de salvarse, el impuro cura le juró que había visto a Dios y éste, le había
encomendado construir el templo. Sólo él sabía cómo Dios lo quería, así que no
podía morir. El padre, tan creyente y estúpido que era, lo perdonó, pero
naciendo en su mente una nueva idea: ese niño no podía vivir. Encerró a su hija
en casa, para que nadie se percatara del embarazo. Durante esos nueve meses, el
cura se apresuró en dar órdenes para construir el templo, cuyas obras
finalizaron el mismo día en que la joven dio a luz. El padre se dirigió durante
la madrugada a la iglesia, con el niño en brazos, y lo dejó a sus puertas, con
una nota que decía: “tendrás que acabar con él, o le contaré a todos que
violaste a mi hija”. Al encontrarlo, el cura se avergonzó profundamente de todo
lo que había acontecido, pero prefirió manchar sus manos de sangre que ser
abochornado y repudiado públicamente, así que sin pensárselo, le clavó un puñal
en el corazón. Días más tarde, con el alma hundida en pena, mandó construir una
pequeña gárgola, que fue colocada en la cima de la portada de la iglesia. Dicen
que la gárgola contiene el alma de aquel niño asesinado por su propia padre.
Sin darse cuenta, se habían
sentado sobre el césped de un parque solitario y oscuro, en frente de la
iglesia más antigua de la ciudad, que estaba iluminada por la luna.
Varios escalofríos seguidos
recorrieron el cuerpo de Gabriela. Comprendió que aquella era la iglesia de la
leyenda. Miró hacia arriba, pero no encontró ninguna gárgola. Cuando volvió a
mirar a Osmar, éste la observaba mientras esbozaba una gran sonrisa.
—No creerás que esa historia es
cierta, ¿no? —se burló él.
—Claro que no. Es absurdo. ¿Quién
te la contó?
—Mi padre, me la contaba cada
noche de los difuntos. Creo que siempre pretendía asustarme, pero no lo
conseguía.
—¿Es por eso que te fascinan
tanto las gárgolas? —le preguntó Gabi.
—Supongo.
Ella adoraba los extraños gustos
de Osmar. Incluso su extraño nombre.
—¿Eso pasó, supuestamente, en
esta ciudad? —quiso saber ella.
—Sí. En esta ciudad y en esta
iglesia.
Gabriela miró el viejo edificio
de piedra gris que tenía restos negros cayendo como si fueran rastros de
sangre. Una de las ventanas que se encontraban a ambos lados de la puerta
principal estaba rota. No sabía por qué ni cómo, pero quiso hacer algo. Tal vez
porque sabía que si lo proponía, aquello le encantaría a Osmar.
—No te atreves a entrar —le retó.
—Sólo me atrevo si tú vienes
conmigo —aceptó él.
Se levantaron y se encaminaron
hacia la iglesia abandonada.
Buscaron otra alternativa para
entrar que no fuera la ventana rota. Osmar dio un ligero empujón a la puerta y
ésta se abrió.
—Cualquiera diría que no es la
primera vez que entras aquí —dijo Gabi.
Él rió, pero no dijo nada.
La puerta pareció gruñir al
abrirse. Todo estaba oscuro dentro. Se dejaron guiar por la luz de la luna que
entraba por las altas vidrieras. Gabriela se paró en el centro del pasillo,
entre los bancos, y dio una vuelta mirando hacia arriba.
El techo era alto y parecía haber
sido quemado. Un arco indicaba el inicio de una cúpula mayor y en la pared
final había varios pequeños altares vacíos. Gabi supuso que años atrás estaban
ocupados por diversas tallas religiosas.
Osmar estaba junto a la mesa del
altar mayor, donde había un par de velas. Gabi podía distinguir su sombra. Le
lanzó el mechero y Osmar las encendió.
—Es tenebroso. Hace parecer como
si la historia fuera real —susurró ella, intentando no hacer mucho ruido, como
si fuera a molestar a alguien.
—Es bastante morboso —dijo él a
cambio.
—¿En serio? Es asqueroso. Mira
cuánto polvo —se quejó Gabi —. ¿Hace cuándo dejó de funcionar esta iglesia?
—Unos cincuenta años, creo.
—Debía de ser bonita antes.
Osmar se sentó en los escalones y
ella lo acompañó, un poco repugnada.
—Gabi, yo quiero algo más de ti
—continuó él, dando un giro drástico a la situación.
—No entiendo —se justificó ella.
—Yo quiero que seas mía. Sólo
mía.
Se quedó petrificada. ¿Qué podía
responder a eso? En lugar de decir nada, se lanzó sobre él, sobre sus labios.
Se fundieron nuevamente en un tierno beso. Él se recostó sobre el césped y ella
se colocó encima de él. Se deshizo rápidamente de la mochila. La pasión se
estaba apoderando de ella, y no comprendía cómo era posible. Sin darse cuenta,
sus manos le estaban desabrochando la camisa.
—Saboréame —le pidió él.
Se sintió tonta por las
cosquillas que le invadieron. Bajó por su cuello dándole ligeros besos, siguió
besando donde iba desabrochando cada botón. De repente, en su comisura derecha,
notó cómo le rozó algo rugoso, algo que no tenía nada que ver con la suavidad
de su pecho. Se apartó para ver disimuladamente. Osmar tenía, justo donde se
encontraba el corazón, una cicatriz alargada.
Gabi se asustó, pero no pudo
evitar acariciar la marca con su pulgar.
—¿Qué es esto? —preguntó curiosa.
—Es lo que me sigue dando la vida
cada año —le dijo él—. Lo siento, Gabi, realmente te he apreciado —confesó.
De repente, se sintió
exageradamente asustada. Osmar le apretó la muñeca y la giró, quedándose esta
vez él sobre ella. Gabi apenas se podía mover. Con la otra mano, él buscaba
algo en el bolsillo de su pantalón.
Ella empezó a forcejear, quería
salir de ahí, quería quitárselo de encima y correr. Con la mano que le quedaba
libre intentó buscar algo para defenderse. Consiguió agarrar el mantel de tela
que cubría la mesa del altar y lo arrastró. Cayó encima de ambos, tirando las
velas al suelo y haciendo que éstas se apagaran.
Osmar se sintió confuso y ya con
un puñal en la mano, intentó zafarse del mantel.
Sin saber cómo, Gabriela
consiguió salir, aunque desorientada. Se dirigió hacia la puerta más cercana, que llevaba a otra habitación.
Instantes después, Osmar comenzó
a perseguirla. Gabriela cerró la puerta y subió por unas escaleras. No tardó
mucho en escuchar la puerta abrirse de nuevo.
Al final de las escaleras había
otra puerta. Gabriela tiró de ella pero no se abrió. Buscó por las escaleras
algo con lo que pudiera romper la ventana que había, pero no encontró nada.
Tomó valor, se agarró fuerte a la barandilla y se impulsó contra la ventana,
adelantando la pierna para darle una patada. Rompió el frágil cristal en mil
pedazos que le cayeron por encima. Cogió uno grande y salió por la ventana al
exterior. Se encontraba en una terraza enorme que daba la vuelta a la cúpula
que cubría las escaleras interiores. Aún ni siquiera sabía de qué estaba
huyendo, pero intuía que debía hacerlo. Se escondió en la parte opuesta a la
salida. Pronto escuchó las pisadas de Osmar que quebraban más aún los cristales
del suelo.
—No vas a poder salir de aquí.
¡Lo sabes! —gritó furioso.
Gabriela se dio cuenta de que
estaba llorando. Miró el cristal que sujetaba en la mano. Lo apretaba con tanta
fuerza que estaba sangrando. Intentó prestar atención a las pisadas de Osmar,
pero casi no podía oír nada.
Empezó a caminar pegada a la
pared, muy cuidadosamente. Quería llegar de nuevo a la ventana para escapar de
allí. Sabía que se estaba aproximando, ya podía ver los cristales rotos. Inspiró
profundamente y echó a correr.
Osmar la sorprendió saliendo de
dentro. Se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo.
Gabi gritó muy agudamente. Al
mismo tiempo, Osmar preparaba el puñal en su mano.
Sin pensárselo, Gabi impulsó el
cristal y se lo clavó a Osmar en la espalda. Él exhaló un grito y le clavó el
puñal a ella.
Pero se equivocó de lugar. No
acertó de lleno, sólo le rozó el corazón. Nunca le había pasado esto.
Gabi se quedó tumbada sobre él.
Algo había salido mal, él no debería estar ya allí. Cerró los ojos, esperando
que algo pasara. Sentía el cristal
clavado en su espalda. Dejó que la sangre fluyera y, poco después, entró en un
profundo sueño.
De un momento a otro, el cuerpo
de Osmar desapareció entre el frío de la noche, así como el puñal, y Gabi quedó
tendida en el suelo bocabajo, inconsciente.
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Esta historia continuará...
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